Me gustan las explosiones

Los mortales acostumbran a creerse inmortales. Es normal. Debe ser tan intolerable percibir la brevedad de la vida que hay que inventarse cualquier cosa para que parezca lo contrario. Así, se dicen a sí mismos que “continuan” en sus hijos... O intentan dejar obras (como si estas, tarde o temprano, sean de piedra o de papel, no desaparecieran)... O se ven a sí mismos como parte de algo más grande que ellos, ponele una nación, ponele una religión.

Todo es en vano: lo mortal es mortal. Por larga que sea una vida o un planeta, una civilización, una galaxia, todo acaba siempre destruido. Por eso me gustan los mortales que aceptan eso y contemplan y hasta aceleran el proceso. Quizá sea una cuestión estética. En vez de aceptar la decadencia, en vez de resignarse a esa agonía lenta y desesperante, una explosión.

Hablo de incendios y catástrofes, hablo de colisiones planetarias y de soles estallando… Hablo de bombas, también. No de bombas pequeñas, de las que amputan piernas o desmembran familias, sino de bombas de verdad, verdaderamente destructivas. Las atómicas no están mal, pero son muy limitadas. De momento no hay nadie que me iguale en técnicas de artillería. ¿Qué es una bomba de hidrógeno comparada con una supernova? ¿Qué es un apocalipsis nuclear comparado con la masiva e invisible radiación de rayos gamma que mando desde un agujero negro? Un petardito.

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